Lo ocurrido en Pozuelo de Alarcón, ha puesto de manifiesto la situación de los jóvenes adolescentes, y la actitud irresponsable y permisiva de muchos padres.
En general nadie quiere que la adolescencia sea la edad de la impunidad, ni se discute que los adolescentes sean responsables de sus actos; en lo que sí discrepamos es en qué hacer con ellos. Más que los comportamientos inadecuados llevados a cabo por algunos chicos, lo que está llamando la atención de los jueces de menores, así como de psicólogos y educadores es una realidad familiar subterránea que aparece cuando los padres son cómplices de sus propios hijos. Los chicos del dos mil nueve reciben mucho sin dar nada a cambio. No aceptan un “no” por respuesta porque están acostumbrados a que siempre les digan que sí. Y en algunos casos son los que mandan en casa.
Ahora se echa mano de los profesores para que asuman el espacio vacío que debieron ocupar los propios padres, y los responsables sociales y políticos. Se quiere dotar al profesor de “autoridad” mediante una ley. Pero la autoridad del profesor tiene que ganársela él cada día, mediante el trabajo, el diálogo, y el respeto a las sugerencias y propuestas de los alumnos. El poder se puede imponer, pero la autoridad hay que ganársela. Solamente con un trabajo de calidad en el aula se puede conseguir respeto, reconocimiento y aprecio, que en esto consiste la autoridad.
Pero quizás no se ha tenido en cuenta suficientemente la prodigiosa riqueza de los chicos, de esta edad, así como la relativa pobreza de lo que le ofrece una sociedad adulta organizada, vigilada y comercializada. Sería demasiado fácil culpar a los adolescentes que tienen un comportamiento anormal, cuando ellos son las víctimas posiblemente de un malestar social y de un malestar familiar que evidentemente existe.