VIEJOS
No
corren buenos tiempos para ser viejo. Y no me refiero al tema de las
pensiones y a la preocupación por la crisis económica, sino a las
condiciones de vida. Los avances científicos han conseguido que ahora
vivamos más años. En Europa, hasta hace pocas décadas se calificaba de
viejos a los que cumplían cuarenta años; los cuarenta eran la meta que
se proponían personas como Rousseau para retirarse y morir; y
Dostoievski pensaba que era vulgar vivir más de cuarenta años; mientras
que Goethe y Shakespeare, por su parte, consideraban inmoral amar o
cantar después de los treinta años. En 1900 la vejez comenzaba sobre los
cincuenta, y en 2011, -me atrevo a decir-, no empieza hasta los
setenta y cinco. ¿Cómo se puede decir todavía en los medios, que “un anciano de sesenta años…”, cuando la expectativa de vida es de veinte años más?
Vivimos
más, pero a veces en malas condiciones. La sociedad no está preparada
para este aluvión de ancianos con frecuencia incapaces de valerse por
sí mismos. Esta realidad nos ha cogido desprovistos de una red de
servicios adecuada, al mismo tiempo que la investigación es escasa y en
ocasiones carente de rigor.
La familia
que antes se hacía cargo de sus mayores, prácticamente ya no existe, lo
cual quiere decir que nos encaminamos hacia una vejez solitaria, sin la
presencia de cuidadores consanguíneos. Las residencias son
escandalosamente insuficientes y los programas de intervención, cuando
existen, adolecen de improvisación, superficialidad o desconsideración.
Son
todavía demasiados los que no miran a los ancianos, porque ni siquiera
los ven. La mayoría de las personas viven de espaldas a los problemas
de los viejos. Toda la familia, con frecuencia, se hace cómplice: al
abuelo se le trata con una benevolencia irónica, hasta que se le
convence para que ceda la gestión y/o propiedad de sus bienes,
precisamente cuando ser viejo hoy es muy caro, y el hecho de tener o no
tener dinero determina que la vejez pueda ser una etapa protegida, o
condenada a la soledad y el abandono. De este abandono que afecta a
miles de ancianos en nuestro país, nadie habla, es un secreto
vergonzoso. ¿Hay algo más triste que ser viejo y pobre?
Aquellos
a los que aún no se les considera viejos tienen que darse cuenta de lo
que les espera si dejan que las cosas sigan igual. Deberían saber que
su futuro está comprometido y reaccionar antes que sea demasiado tarde.
Muy pronto, la realidad se impondrá a nuestros prejuicios, reclamando
medidas drásticas, y dejando al descubierto el carácter embaucador de
ciertas proclamas que contribuyen a esa vejez deshumanizada.
Es
urgente prepararse para el futuro. Yo reclamo la complicidad de los
lectores para que la vejez deje de ser antesala de la muerte y se
convierta en una etapa de la vida.