Gabriel es asesinado por la novia de su padre, ¿por qué? ¿Por qué lo mató?
No hay experiencia comparable al placer de matar, porque matar le obliga
a uno a llegar a zonas de sí mismo que ni siquiera atisbaba. Son muchos
los casos en que no se mata por dinero o ambición de poder, ni siquiera
por odio; se mata por placer. Este planteamiento rompe los esquemas
convencionales de educadores y psicólogos; y por supuesto de quienes
investigan las muertes violentas. Explica también el morbo de la gente
que mira a diario los sucesos que traen los periódicos, para manifestar
a renglón seguido su extraña contrariedad: ¡No es posible! ¿Qué me
dices? ¿Cómo puede haber pasado?
Si no fuera el placer extremo, el motor de matar, no se podría entender
el comportamiento de un asesino en serie, que solemos despachar con un
supuesto trastorno de la personalidad. Personajes históricos como el compasivo Stalin, que saboreó la muerte de no sé cuantos millones de rusos; el humanista Hitler que mató conciudadanos sin fin, auto-matándose él mismo, en una exhibición irrepetible de experiencia orgásmica; el impenitente Bush que sonríe todavía sin desmelenarse, ante los cadáveres de Irak, el lunático Gadafi; el atractivo
Bin Laden... Desde Troya a Sarajevo podríamos analizar la conducta, y
sobre todo los motivos que hay en el mundo interno del ser humano a la
hora de matar. Escoger
cuidadosamente la víctima, preparar minuciosamente el golpe, ejecutar
una venganza implacable, y en seguida irse a dormir. No hay nada más
dulce en el mundo. Así describe Stalin la experiencia de matar.
La mitología cristiana nos cuenta que ya en el origen de la humanidad hubo una muerte violenta: Caín mató a Abel. No matarás es
el mandato divino, dicen que impreso en el alma de todo ser humano, y
escrito en tablas de piedra para el pueblo elegido. Pero los judíos,
adoradores del hedonismo, disfrutaron matando. Palestinos y libaneses
son víctimas del placer insaciable de los que se pasan media vida ante
el muro de las lamentaciones. En este sentido, advierto con Machado, que
para los tiempos que corren,
no soy yo el maestro que debéis elegir, porque de mí sólo aprenderéis lo
que tal vez os convenga ignorar toda la vida: a desconfiar de vosotros
Pero hay más: existen los fantasmas. Me refiero al fantasma del “matado”, al retorno del muerto vivo. Si lo matas, te perseguirá toda la vida. “Si los matas, ellos serán los clavos de tu caja”, dijo Alberti ante el fusilamiento de aquellos cinco; y mira si lo fueron, y aún siguen clamando desde “el más allá”. Hasta Montini, revestido de beligerante, le preguntó con voz ronca aquella noche al padre de todas las cruzadas: ¿donde está tu hermano? Pero él, no estaba para lamentaciones. Lo que el general no sabía es que le estaba anunciando el fin de su prolongado orgasmo: la experiencia placentera de matar.
Dos meses después era el propio general quien se convertía en fantasma
errático, perseguido por miles de personas que retornan a nivel de
fantasía como agentes esquizo-paranoides.
Con el retorno de los muertos, me
estoy refiriendo a una persecución psicológica, y por lo tanto
omnipotente ante la que no es posible escapar. La víctima de muerte
violenta no quiere estar muerta, y retorna amenazante una y otra vez.
Sepa el lector, que no son invenciones mágicas o cuentos chinos, sino
algo que tiene lugar en el mundo interno de la persona que mata.
En la literatura, en el cine, y el arte en general, aparece el fenómeno
de forma persistente y reiterativa: Antígona con su insistencia en una
demanda incondicional: el entierro apropiado de su hermano; el padre de
Hamlet, que vuelve de la tumba con la demanda de que el príncipe vengue
su muerte; y los acontecimientos traumáticos de la Guerra Civil, el
Holocausto o el Gulag son casos ejemplares del retorno de los muertos.
A lo largo de mi vida profesional, he conversado con personas que habían
matado. Nunca he visto un hombre tan abatido como el autor de un
crimen perfecto: el crimen todavía está oculto, y él pasa por ciudadano
honorable. Pero el fantasma de su amigo-muerto alcanza dimensiones
gigantescas; y necesita de una manera apremiante, hacerlo público para
aplacar al muerto, que no está bien enterrado.