lunes, 12 de marzo de 2018

EL PLACER DE MATAR


 Gabriel es asesinado por la novia de su padre, ¿por qué? ¿Por qué lo mató?  

No hay experiencia comparable al placer de matar, porque matar le obliga a uno a llegar a zonas de sí mismo que ni siquiera atisbaba. Son muchos los casos en que no se mata por dinero o ambición de poder, ni siquiera por odio; se mata por placer. Este planteamiento rompe los esquemas convencionales de educadores y psicólogos; y por supuesto de quienes investigan las muertes violentas. Explica también el morbo de la gente que mira a diario los sucesos que traen los periódicos, para manifestar a renglón seguido su extraña contrariedad: ¡No es posible! ¿Qué me dices? ¿Cómo puede haber pasado?

Si no fuera el placer extremo, el motor de matar, no se podría entender el comportamiento de un asesino en serie, que solemos despachar con un supuesto trastorno de la personalidad. Personajes históricos como el compasivo Stalin, que saboreó la muerte de no sé cuantos millones de rusos; el humanista Hitler que mató conciudadanos sin fin, auto-matándose él mismo, en una exhibición irrepetible de experiencia orgásmica; el impenitente Bush que sonríe todavía sin desmelenarse, ante los cadáveres de Irak, el lunático Gadafi; el atractivo Bin Laden... Desde Troya a Sarajevo podríamos analizar la conducta, y sobre todo los motivos que hay en el mundo interno del ser humano a la hora de matar. Escoger cuidadosamente la víctima, preparar minuciosamente el golpe, ejecutar una venganza implacable, y en seguida irse a dormir. No hay nada más dulce en el mundo. Así describe Stalin la experiencia de matar.

La mitología cristiana nos cuenta que ya en el origen de la humanidad hubo una muerte violenta: Caín mató a Abel. No matarás es el mandato divino, dicen que impreso en el alma de todo ser humano, y escrito en tablas de piedra para el pueblo elegido. Pero los judíos, adoradores del hedonismo, disfrutaron matando. Palestinos y libaneses son víctimas del placer insaciable de los que se pasan media vida ante el muro de las lamentaciones. En este sentido, advierto con Machado, que para los tiempos que corren, no soy yo el maestro que debéis elegir, porque de mí sólo aprenderéis lo que tal vez os convenga ignorar toda la vida: a desconfiar de vosotros 

 Pero hay más: existen los fantasmas. Me refiero al fantasma del “matado”, al retorno del muerto vivo. Si lo matas, te perseguirá toda la vida. “Si los matas, ellos serán los clavos de tu caja”, dijo Alberti ante el fusilamiento de aquellos cinco; y mira si lo fueron, y aún siguen clamando desde “el más allá”. Hasta Montini, revestido de beligerante, le preguntó con voz ronca aquella noche al padre de todas las cruzadas: ¿donde está tu hermano? Pero él, no estaba para lamentaciones. Lo que el general no sabía es que le estaba anunciando el fin de su prolongado orgasmo: la experiencia placentera de matar. Dos meses después era el propio general quien se convertía en fantasma errático, perseguido por miles de personas que retornan a nivel de fantasía como agentes esquizo-paranoides.  

Con el retorno de los muertos, me estoy refiriendo a una persecución psicológica, y por lo tanto omnipotente ante la que no es posible escapar. La víctima de muerte violenta no quiere estar muerta, y retorna amenazante una y otra vez. Sepa el lector, que no son invenciones mágicas o cuentos chinos, sino algo que tiene lugar en el mundo interno de la persona que mata.  

En la literatura, en el cine, y el arte en general, aparece el fenómeno de forma persistente y reiterativa: Antígona con su insistencia en una demanda incondicional: el entierro apropiado de su hermano; el padre de Hamlet, que vuelve de la tumba con la demanda de que el príncipe vengue su muerte; y los acontecimientos traumáticos de la Guerra Civil, el Holocausto o el Gulag son casos ejemplares del retorno de los muertos.  

Y ¿por qué vuelven los muertos? La respuesta es que no están bien enterrados. El retorno del muerto materializa una cierta deuda simbólica que subsiste más allá de la muerte física. Precisamente, el rito funerario ejemplifica la simbolización: a través de él, el muerto es inscrito en el texto de la tradición simbólica.


A lo largo de mi vida profesional, he conversado con personas que habían matado. Nunca he visto un hombre tan abatido como el autor de un crimen perfecto: el crimen todavía está oculto, y él pasa por ciudadano honorable. Pero el fantasma de su amigo-muerto alcanza dimensiones gigantescas; y necesita de una manera apremiante, hacerlo público para aplacar al muerto, que no está bien enterrado.