miércoles, 5 de enero de 2011

EL BESO ES MÁS DULCE CON HUMO

Si decides no fumar, sólo se me ocurre compadecerte, decía mi abuelo. Y así voy yo por la vida, provocando compasión. Aunque cada día somos más los dignos de compasión. Ya ni Felipe González, Peces Barba, Rodrigo Rato, o el ex-ministro Solbes fuman. Sólo se dejó fumar José María Aznar por influencia de Bush, y no faltó quien criticara aquel gesto. En pocos años hemos pasado de percibir al fumador como un modelo de convivencia que distribuye generosamente su objeto de placer, a considerarlo como un propagador de sustancias nocivas que ponen en peligro la salud de su entorno.

Le debo al cigarro un incremento de mi capacidad de trabajo y un mayor dominio de mí mismo. Lo que más echamos de menos los valientes que hemos dejado el tabaco, no es el sabor, sino el gesto. Ese aplomo que da el sujetar un cigarrillo con la punta de los dedos, esa desenvoltura aparente, y esa elegancia a la silueta por este objeto son innegables. Rubio, negro o bermejo, como el cabello de una mujer. Objeto moderno, sin el que algunos gestos quedarían inacabados. Versión contemporánea del abanico, del ridículo, del monedero, del bastón.

Pero ¿no era cosa de hombres? Es mi rubio más fiel, dice Verónica. Quince pitillos al día a sus 17 años hacen que se sienta bien. El suyo no es un caso aislado: de cinco amigas, cuatro fuman más de doce cigarrillos al día. El tabaco en nuestro país ha pasado a ocupar el apartado íntimo de cosas de chicas. Son ellas las que fuman más, y además lo hacen antes. Las adolescentes ansían parecer adultas y para ellas ser adultas equivale a ser fumadoras, según los spots que relacionan su imagen con el tabaco.

“Con humo no hay beso”, dice una frase publicitaria contra el tabaquismo. Pero Verónica rompe mis esquemas cuando me habla de que el beso es más dulce con humo. Y además añade: pruébalo y verás. Efectivamente lo es. El deseo de un beso que viniendo de un fumador sabe forzosamente a humo. Por algo el Papa Urbano VIII amenazaba de excomunión a los fumadores.

Se comprende mejor que la adicción al tabaco no sea el atributo de una estructura psíquica particular. El psicótico consumirá su vida al compás de su cigarrillo, consumiéndose junto al fuego de un significante vuelto real para él. El neurótico obsesivo quedará satisfecho con los rituales que le concede un pitillo. El fóbico lo elegirá como pantalla protectora ante cualquier situación a evitar. La insatisfacción de un histérico le llevará a esgrimirlo, en la punta de una boquilla…, objeto de deseo, de amor, de repulsión, de disfrute, de envidia, de solicitud, complemento de nuestro cuerpo; él puede poner música implícita a nuestro nombre. El humo del cigarro no es un humo cualquiera.

Pero, si “con humo no hay beso”, sólo se me ocurre compadecerte si fumas. Los más largos besos de los jóvenes de hoy, y los más bellos espasmos de las adolescentes, no tienen por qué dejar siempre olor a humo ¿O sí?