Por mi parte, acabo de hacer recuento de los amigos que aún tengo, y no estoy tan mal. La cuenta de resultados arroja la cantidad de 17, amigos en los buenos y en los malos momentos. Perdí algunos por el camino, -por mi mala cabeza, asumía riesgos innecesarios y esto no ofrece disfrute alguno a los agregados; además hubo quien le tuvo miedo a posibles sanciones administrativas por andar con malas compañías-, pero gané otros. Ahora soy afortunado porque guardo amigos de reserva, y también tengo algunos de crianza; lo mismo que me ocurre con el aceite y el vino.
A los amigos, los prefiero viejos, me siento más a gusto. Junto a un amigo de la adolescencia, seguimos siendo, en cierto modo, adolescentes, chicos con hipotecas, muchachos con estrés laboral, pero jóvenes al fin y al cabo. El tiempo ha pasado y se ha detenido al mismo tiempo gracias a los recuerdos comunes; permanecen aún los instantes de risa, la experiencia inolvidable de compartirlo todo sin nada a cambio. Una amistad de calidad es un tesoro transparente y único, sin el cual la vida sería menos segura y menos divertida.
La amistad es también un sentimiento de nobleza. Con un amigo no se firman compromisos, ni se levantan actas. Dicen los expertos que un dato para detectar la inteligencia emocional de alguien es su capacidad para conservar amigos. Parece por tanto que no abundan en nuestra sociedad personas inteligentes. En mi caso, la inteligencia debe ser modesta, porque he perdido un amigo como se pierde el tiempo, porque estaba de dios o porque acaso las condiciones de vida o de trabajo no daban para más. He perdido un amigo con ese mismo gesto con que se pierde un mundo. Las cosas que nadie rompe se rompieron.
Después de haber saboreado el placer de la amistad durante largos años, me he dado cuenta que, los amigos de hoy, con frecuencia, suelen ser los enemigos de mañana. Cuando se trabaja en la Administración pública, uno se acomoda a la presencia constante de trepas, y a los amigos que uno sabe que no lo son.
Cuatro cosas tiene el hombre, decía Machado, que no sirven en la mar, ancla, gobernalle y remos y miedo de naufragar. Yo he aprendido a vivir al borde de la vida, y ahora sólo necesito a nadie. Si acaso un pedazo de Dios y una manzana. Permíteme, ¡oh! Apolo, gozar de lo que tengo, conservar mi salud y mi cabeza, y que pueda a mi edad, tocar aún la lira.
No es fácil quitarse la adicción a escribir, que esto significa para mí tocar la lira. No es fácil quitarse el vicio de ver la realidad, y si no escribes no tienes un escudo con que protegerte de ella. No es fácil tampoco dejar de beber el veneno malevo de la amistad. Y ¿para qué escribir sobre un amigo que no lo es, y tal vez no lo fue nunca?