En primer lugar hay que decir
que el acosador es un adicto al poder y se siente poco o nada culpable. Otros
rasgos son la mediocridad, la envidia, la tendencia compulsiva a controlar a
los otros; pero también la inseguridad junto a un hiper-valorado sentido del
Yo.
El acosador piensa
continuamente en el poder: cómo adquirirlo, cómo conservarlo, cómo ampliarlo, y
cómo utilizarlo para sus fines. El poder es su ideología, su amigo, su concubina,
su pasión: ¿qué presupuesto controlo?, ¿es grande mi despacho?, ¿cuántas
personas hay por debajo de mí?, ¿cuánto cobro más que los demás? La mentalidad
de poder del acosador tiene una voz interior que le dice: “ojo con este tipo, mejor
que te lo quites de encima”.
Y sobre todo la conducta. La
conducta del acosador crea una contaminación conductual general que envuelve el
entorno de la organización y de la empresa. La confabulación, la intriga, la
conspiración y la paranoia sustituyen a la cooperación entre compañeros. Y no
basta con tener éxito, otros tienen que fracasar. Pero para que se dé el acoso
institucional o el mobbing, resulta
imprescindible la colaboración o permisividad del resto de personal de la organización.
La persecución psicológica se desarrolla en medio de un sorprendente silencio e
inhibición de los observadores, que antes de nada procuran “ser de los
nuestros”. El factor catalítico clave en el inicio y desarrollo del acoso es el
resto de la organización ¡Cuanto más se parezca una organización a una camada
de ratas, más probable es que el acoso
tenga lugar en su seno!
Un acosador verdaderamente
eficaz tiene comprado a todo el personal, incluyendo a los representantes
sindicales. Y nadie se atreve a mostrar simpatías hacia el estigmatizado. Lo
interesante de todo el proceso es que, una vez empeñados en eliminar a una
persona concreta, no se repara en gastos ni siquiera en los perjuicios que
causan a la propia institución.